La BoticA del REcreO
Lectura y Animación: La lectura como medio para despertar vocaciones y como elemento de iniciación artística.
jueves, 2 de noviembre de 2023
La bruja de la cueva
viernes, 25 de agosto de 2023
La casa de la montaña
miércoles, 23 de agosto de 2023
La Misteriosa Desaparición de Sabrina: Un Vacío en Nuestros Corazones
viernes, 18 de agosto de 2023
El gallito Chiquitín: Por Olga Bertinat de Portillo
lunes, 14 de agosto de 2023
La desesperación: Poesía atribuída a José de Espronceda
Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.
Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar,
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.
Me alegra ver la bomba
caer mansa del cielo,
e inmóvil en el suelo,
sin mecha al parecer,
y luego embravecida
que estalla y que se agita
y rayos mil vomita
y muertos por doquier.
Que el trueno me despierte
con su ronco estampido,
y al mundo adormecido
le haga estremecer,
que rayos cada instante
caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento
me agrada mucho ver.
La llama de un incendio
que corra devorando
y muertos apilando
quisiera yo encender;
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
y oír como chirrea
¡qué gusto!, ¡qué placer!
Me gusta una campiña
de nieve tapizada,
de flores despojada,
sin fruto, sin verdor,
ni pájaros que canten,
ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre
la muerte en derredor.
Allá, en sombrío monte,
solar desmantelado,
me place en sumo grado
la luna al reflejar,
moverse las veletas
con áspero chirrido
igual al alarido
que anuncia el expirar.
Me gusta que al Averno
lleven a los mortales
y allí todos los males
les hagan padecer;
les abran las entrañas,
les rasguen los tendones,
rompan los corazones
sin de ayes caso hacer.
Insólita avenida
que inunda fértil vega,
de cumbre en cumbre llega,
y arrasa por doquier;
se lleva los ganados
y las vides sin pausa,
y estragos miles causa,
¡qué gusto!, ¡qué placer!
Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus lascivas bocas,
con voluptuoso halago,
un beso a cada trago
alegres estampar.
Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y abiertas las navajas,
buscando el corazón;
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.
Me alegra oír al uno
pedir a voces vino,
mientras que su vecino
se cae en un rincón;
y que otros ya borrachos,
en trino desusado,
cantan al dios vendado
impúdica canción.
Me agradan las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello...
¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!
https://www.elindependiente.com/tendencias/2017/07/07/cortesanas-el-negocio-del-sexo/
Fuente de la poesía: http://www.hispanoteca.eu/Literatura%20ES/Jos%C3%A9%20de%20Espronceda%20-%20Textos.htm
Lugares bellos y vida silvestre
Mamá con su hijito |
Una madre con su hijito en la espalda recorría el lugar buscando alimentos.
Fotos: Olga Bertinat
Vista del Río Paraná |
Los monitos acercándose para buscar alimento |
miércoles, 19 de julio de 2023
Verano pasado en Bombinhas
Termo, mate y bombilla (Foto Olga Bertinat) |
El año pasado fuimos a veranear a una hermosa playa de Brasil llamada Bombinhas.
Después de instalarnos en el hotel, Dani preparó el mate y nos sentamos en el balcón a disfrutar de la vista que era hermosa.
Carla y Santi se fueron enseguida a la playa a disfrutar de la arena y a construir castillos. Agustín se fue a caminar hasta la otra playa y a comer milho verde.
La apacible vida de los gatos
Pirlo y Jhonny abrazados.Al fondo se ve Neguiño (Foto Olga Bertinat) |
Los gatos son seres enigmáticos. A ellos les gusta comer y dormir (más aún cuando son viejos). Les encanta el calor del fuego o estar en la cama con frazadas calentitas.
De vez en cuando realizar alguna travesura y traer algún bichito en sus bocas como queriendo obtener una felicitación por la hazaña.
Ahora que hace frío la cama es el lugar preferido de ellos y ronronean de felicidad.
martes, 27 de junio de 2023
Paloma: en sentido figurado
En sentido figurado, el término "paloma" puede ser utilizado para referirse a una mujer de varias maneras, dependiendo del contexto. Aquí hay algunas posibles interpretaciones figurativas de "paloma" cuando se aplica a una mujer:
Inocencia y pureza: En muchas culturas, las palomas se asocian con la pureza y la inocencia. Por lo tanto, llamar a una mujer "paloma" en sentido figurado podría implicar que se la ve como alguien inocente, pura o ingenua.
Paz y armonía: Las palomas también son símbolos de paz y armonía. Si se describe a una mujer como "paloma" en sentido figurado, podría implicar que es alguien pacífico, tranquilo o que busca la armonía en las relaciones y situaciones.
Fragilidad o vulnerabilidad: Las palomas son aves delicadas y pueden ser consideradas frágiles. Si se utiliza el término "paloma" para describir a una mujer, podría sugerir que se percibe como alguien vulnerable o necesitado de protección.
Es importante tener en cuenta que estos son solo ejemplos de interpretaciones figurativas y que el significado puede variar según el contexto y la intención del hablante.
Fuente Internet: I.A.(Inteligencia Artificial)
Ilustración copiada de Internet:
martes, 7 de febrero de 2023
1er. encuentro abierto de poetas hispano hablantes
Afiche del Encuentro |
No puedo dejar de agradecer a Mario Castro Navarrete por invitarme.
Participantes del Encuentro |
Participantes del Encuentro |
miércoles, 8 de junio de 2022
La Confesora de Impíos Jesús Tiscar Sandra XLVI Premio Internacional de Cuentos “Lena/L.lena”
Cuando el primo Lorenzo, en su lúcida y sufriente agonía, dijo querer confesarse con Jucia Mirtales, la confesora de impíos de Poblalánguida, su madre, la tía Dolores, se puso a llorar a gritos y mi padre tuvo que sujetar al tío Froilán, quien había reaccionado zarandeando a su hijo moribundo al tiempo que le gritaba que se había vuelto loco. Al primo Lorenzo lo habían mandado del seminario a su casa para que se muriera en ella. No quiso más hospitales ni más tratamientos: «Dios ya ha decidido», sonreía beatífico, «este cáncer mío es Su beso y Su llamada divina». Y es que Lorenzo era santo desde chico: un místico que decía ver la Santa Faz hasta en las manchas de sudor en las camisas de los labriegos; que ponía la otra mejilla, aunque la primera bofetada le hubiese derribado las muelas; que se quemaba la vista leyendo la Biblia; que no salía del «cuarto de juegos del Niño Jesús», esto es, la iglesia, y que me contaba vidas terribles de mártires y le advertía a mi pubertad de los justos y bien empleados fuegos a los que conducía el onanismo, término cuya etimología me acuerdo que me explicó una tarde de verano, a contraluz, de vacaciones, ya Lorenzo seminarista, con la voz muy espesa. De manera que, con su historial, el hecho de que el primo manifestara sus deseos de gastar los últimos alientos con aquella mujer no pudo por menos que provocar escándalo en la familia, tanto como extrañeza. ¿Para qué necesitaba un joven tan puro y creyente, futuro sacerdote nada menos, a esa tiparraca?
Cierto es que, una Navidad que el primo seminarista pasó en Poblalánguida, a la tía Dolores y al tío Froilán le fueron con el cuento de que su hijo había sido visto esa noche llamando a la puerta de Jucia y que tardó más de una hora en salir de aquella casa, apresurado y sonriente, chismorreo que Lorenzo nunca llegó a confirmar ni a desmentir cuando se lo referían sus padres, quienes, en caso de que fuera cierto, trataban de justificarlo como una visita pastoral destinada a redimir a la pecadora. Y cierto es que, a partir de ese día, el primo, cuando venía a Poblalánguida, una de las primeras personas por las que preguntaba era por Jucia Mirtales —«esa descarriada y extraña mujer», la llamaba—: si seguía viva y ejerciendo su impía labor. Pero de ahí a que el alma de Lorenzo la necesitase en los últimos momentos de su existencia terrenal «van cuatro mundos y parte de un quinto», como decía mi padre. Así que allí estábamos, alrededor de la cama del primo, los niños mirando entusiasmados y los mayores intentando calmar los ánimos. Según el médico, el fatal desenlace era cuestión de horas: puede que tres, puede que seis, puede que nueve, puede que doce... «Así cualquiera acierta, ¿no te jode?», recuerdo que dijo entre dientes mi hermano mayor, de permiso de la mili, y que mi padre lo reprendió aguantándose la risa. A casa de mis tíos había llegado, además, familia de fuera que yo apenas conocía. Mi madre tuvo que traer de la panadería de Carmela dos bandejas de roscos de aceite, pues casi todos los recién llegados eran comilones y venían famélicos por el viaje. Había también un compañero de seminario del primo, Liborio Zolosón, un joven muy delgado que lloriqueaba como una señorita y suspiraba de una forma que, si no se le miraba la pena del rostro, con su saludable moquera, cualquiera hubiese dicho que sonaba a delicia de sodomita en éxtasis, daba un poco de sofocación. No obstante, y pese a su delgadez, Liborio tenía la boca más grande que he visto en mi vida y, entre suspiro y suspiro, se metía los roscos casi de dos en dos. Cuando, provenientes del dormitorio del agonizante, nos sobresaltaron los alaridos de la tía Dolores, mi padre les estaba sirviendo anís y coñac a todos. A Liborio Zolosón se le había pasado un poco la llorera y nos contaba en ese momento cómo Lorenzo había matado heroicamente una abeja que se les coló en el comedor del seminario, la cual tuvo en jaque y con los pelos de punta a los comensales, y cómo después se había arrepentido tanto de haber quitado de en medio a una criatura de Dios, tan afanosa además, que se colocó un cilicio en la cintura e hizo ayuno durante cuatro días, desoyendo las severas amonestaciones que por su exagerado proceder le dirigían los viejos clérigos. Los gritos de mi tía pusieron en pie a todos de golpe y acudimos en tropel a ver qué pasaba, imaginando lo peor, claro está. Tíos, primos, cuñados y demás familia irrumpimos en la alcoba (algunos no habían reunido la suficiente presencia de ánimo para dejarse en la m esa la copa de licor y atendían al drama con ella en la mano, otros masticaban roscos) y nos encontramos al tío Froilán inclinado sobre la cama, zarandeando a su hijo medio muerto, al que tenía cogido por las solapas de la chaqueta del pijama, gritándole que se había vuelto loco. Mi padre impidió que siguiera; a mi padre siempre se le dio muy bien eso de mediar en las pendencias y sosegar al personal: los taberneros de Poblalánguida (Solobuche y Letraefe) agradecían mucho su presencia a ciertas horas, pues era un hombre de natural dialogante y tenía la habilidad de desinflar arrestos con la palabra. La tía Dolores, en tanto, nos gimoteaba el motivo de su angustia, la cual venía a añadirse a la de llevar luto por un hijo de por vida: que Lorenzo había pedido que lo viera Jucia Mirtales, la confesora de impíos —requerimiento en el que el enfermo insistía con voz de barro seco desde su lecho de muerte—, y que a ver si no era para romperse el pecho de pena y desilusión. El tío Froilán lloraba como un chiquillo cuando mi padre lo sacaba de la habitación diciéndole que un coñac no le iba a venir mal, lo reconfortaría, mas el tío Froilán aseveraba que él no quería coñac, sino veneno, ¡veneno! —repetía—, a lo cual mi padre le respondió que tampoco era para ponerse así, hombre, y que no dijese más barbaridades. Las mujeres habían sentado a la tía Dolores en un butacón y todas coincidían en querer hacerle ver que lo que le pasaba a su hijo era que estaba delirando, el pobre, y que hablaba por hablar, sin ton ni son, lo primero que se le venía a las mientes, chaladurías..., calumnia que el propio muriente desmintió desde su cama a la par que nos miraba todos con los ojos muy abiertos, las pupilas amarillentas y la nariz ya afiladísima. Liborio Zolosón se acercó a la cabecera del compañero de seminario y, tras besar su frente con devota dem ora, le dijo que era un tonto y un alborotador y le ordenó, en tono muy dulce, que se callara, pues con los disparates que decía estaba haciendo sufrir mucho a su madre. Pero el primo Lorenzo no lo escuchaba. Tenía el rostro empapado en sudor y respiraba como si acabase de llegar a la cama tras una larga maratón. Fue entonces cuando alguien cayó en la cuenta de que los niños no deberíamos presenciar escenas tan dramáticas y nos conminaron a abandonar el cuarto. Los niños éramos yo y un primo segundo mío al que había conocido ese día, de nombre Francisquito, con gafas, quien se había pasado la tarde hablándome —con mucha menos pasión de la que yo ponía ante sus explicaciones— de las atrocidades teratológicas que con tanta frecuencia se daban en los animales del pueblo norteño en que él vivía. Y como ni Francisquito ni yo nos dimos por enterados, pues nos resultaba interesantísimo lo que allí estaba pasando, Trini, otra prima segunda a la que el primo segundo y yo acabábamos de conocer también —ésta ya adolescentona y urbana, medio tonta—, nos invitó a salir con ella de aquella alcoba del dolor y el despropósito, donde la muerte paseaba su capa de saco, con la promesa, innecesaria y al oído, ya camino de un cuarto de la plancha cualquiera, de que nos enseñaría el chumi —así dijo— si le contábamos quién era esa Jucia, «porque yo es que no me cosco, primos», añadió Trini, y tanto a Francisquito com o a mí nos pareció justo el intercambio de conocimientos que la pariente nos pro ponía. Jucia Mirtales, la confesora de impíos de Poblalánguida, sabía muy bien de qué colores eran los pecados de los ateos moribundos a los que escuchaba en confesión. Jucia había sido monja de clausura en un convento lejanísimo —claro— hacía ya muchos años. Los ateos, los agnósticos, los herejes, los blasfemos, los comunistas, los libertinos de Poblalánguida y demás ralea de inspirados por Satanás, cuando sentían, por el frío acartonamiento de las sábanas, que aquel ya era su lecho de muerte, requerían a gritos los servicios espirituales de Jucia Mirtales, la confesora de impíos, tan desaforadamente que sus familiares, por devotos que fuesen, terminaban llamándola aunque sólo fuera para que el agonizante se callara de una vez y los dejara dormir en paz. Recuerdo mi pueblo sobrecogido al paso renqueante de Jucia, quien se hacía acompañar de una monaguilla muy pálida y fea, vestida de primera comunión, que no era una niña de Poblalánguida, que nadie conocía, aunque todos sabíamos que se llamaba Lera y que —por supuesto— estaba muerta y enterrada en algún nicho de un enorme cementerio, también muy lejano. Los vecinos seguían a Jucia algo más que a cierta distancia para ver en qué casa se metía, si bien todo el mundo estaba al tanto de quién andaba muriéndose y en qué condiciones iba a entregar el alma, o sea que lo que hacían los vecinos era corroborarlo para escandalizarse más y mejor. La monaguilla Lera, delante de Jucia Mirtales, quien, como ciega, apoyaba una mano en un hombro de la niña, iba tocando una campana de cristal muy gordo que apenas sonaba, pues el badajo era un hueso, decían que de lobo. La confesora de impíos vestía los mugrientos hábitos de la monja que fue y se cubría la cara con un velo blanco lleno de lamparones. Entre las dos, Jucia y Lera, atravesando las calles de Poblalánguida, inspiraban una suciedad como de exhumaciones y pecados sacrílegos. Daba mucho repelús y hasta cierto asco verlas. La prima Trini se tomó la cosa a risa, «movidas de los pueblos», dijo, y no se quitó las altas botas de amazona para bajarse los vaqueros, dispuesta a cumplir su parte del trato. A los pocos minutos, mientras la prima segunda nos instruía, con un tono muy docente, a Francisquito y a mí acerca de las funciones tan importantes que cum plía aquello que nos mostraba, oí que mi padre me llamaba, preguntándose indignado dónde m e había metido, así que tuve que abandonar el aula —Francisquito muy cerca de la pizarra, dada su condición de miope— para ir a ver qué quería m i padre antes de que éste supiera en qué enseñanzas andábamos. Y lo que mi padre quería es que fuese yo quien avisara a Jucia Mirtales, algo que me llenó de orgullo y miedo a un tiempo, siendo este último sentimiento el que me impulsó a preguntarle por qué me habían elegido a mí, a lo que mi padre respondió que porque en aquella familia nadie tenía los suficientes huevos, él el primero, y que cuando faltan huevos lo mejor es mandar a un crío, siempre y cuando ese crío fuese tan formal y responsable como yo. Esto me puso aún más orgulloso. De pronto, a los diez años, me había convertido en un hombre por partida doble y en un breve lapso: el que medió entre haber conocido hembra —al menos de lejos— y ser destinado para la ejecución de una empresa tan delicadamente familiar como era la de ir a decirle a la confesora de impíos de Poblalánguida que tenía faena con un seminarista en las últimas. Al parecer, una opinión vertida por Liborio había sido determinante en la decisión de cumplir con la última voluntad del prim o Lorenzo. El seminarista de la bocota, quien se hallaba al tanto de la historia de Jucia Mirtales por habérsela referido su compañero en varias ocasiones, dijo estar seguro de las verdaderas intenciones del primo al solicitar la presencia de tan estrambótico personaje. Liborio Zolosón sabía que, en efecto, Lorenzo había visitado aquella Navidad a Jucia en su casa. ¿Para qué? Muy sencillo y nada más lejos de lo escandaloso era el motivo: todo se debía a la labor redentora que tan fuertemente iba implícita en la rotunda vocación sacerdotal de Lorenzo, hasta tal punto que, siendo el de María Magdalena uno de sus pasajes bíblicos preferidos, de vez en cuando se escapaba del seminario a los prostíbulos, donde más lo necesitaban, extralimitándose en sus funciones, claro que sí, puesto que aún no había sido ordenado sacerdote, pero cargado de mucho amor a Jesucristo y libre de toda intención reprobable. «Qué duda cabe —siguió explicando Liborio Zolosón, lejos de los oídos del moribundo— que si hay una casa en este pueblo donde las palabras de Lorenzo, encaminadas al temor de Dios, sean necesarias, esa casa es la de la tal Jucia Mirtales». Lo que el primo seminarista deseaba saber antes de irse con Dios, según el compañero Zolosón, era una respuesta que la confesora de impíos de Poblalánguida le debía desde aquella visita navideña, en que se la prometió, aunque Liborio desconocía la pregunta, en eso Lorenzo siempre se había mostrado muy discreto. «Sí —dijo el tío Froilán—; pero a ver quién le hace creer esa gaita a la gente...». No obstante, sus padres, por fin, consintieron darle aviso a Jucia.
Antes de partir pensé en pavonearme ante los primos segundos por lo que me habían encomendado los adultos, pero no lo hice, pues seguram ente se empeñarían en acom pañarme y aquello era algo que y o quería y tenía que hacer solo. Que siguieran con su clase, la cual a mí me había empachado un poco. Mi madre me despidió con un beso llorica y me ordenó que volviera corriendo en cuanto diera el recado, a poder ser desde lejos, y que por nada del mundo se me ocurriera entrar en casa de ésa. Liborio Zolosón me apretujó las mejillas con una sonrisa guarra, boqueritas blancas de saliva seca entre las cuales mediaban kilómetros de labios. Jucia Mirtales vivía en la parte más vieja de Poblalánguida, calle de las Altas, en una casa descascarillada, cerrada a cal y canto, enjalbegada hacía siglos. Y yo iba muerto de miedo. Como no alcanzaba al llamador de la puerta, di con los nudillos, pero la madera era de una solidez férrea y tuve que llamar a puñetazos. Quería acabar cuanto antes y largarme, tal y como me había ordenado mi madre. No tardaron mucho en abrirme, y quien lo hizo no fue Jucia Mirtales, sino una niña a la que tardé unos instantes en identificar como Lera, la monaguilla, pues no estaba vestida de primera comunión, sino que llevaba un jersey rosa y unos pantalones de pana negros. Así no parecía tan muerta y enterrada, me dije, ni tan fea. Lera me miraba en silencio, preguntándome con sus impresionantes ojos negros qué quería. Yo solté de carrerilla que mi primo Lorenzo, el seminarista, se estaba muriendo y que había pedido que fuera Jucia a verlo, tras lo cual me hubiese marchado a toda prisa si Jucia Mirtales, sin hábito de monja, sin velo, como una mujer corriente, una mujer madura y guapa, no llega a aparecer en ese momento detrás de la niña, con la cara desencajada de espanto. «¿Qué estás diciendo, qué estás diciendo?», me preguntó con la metida voz en lloro. Yo iba a repetir lo mismo que acababa de decir, pero ella se adentró en la casa, echándose las manos a la cabeza. Lera se fue tras ella y, me pareció, Jucia pronunciaba el nombre de Dios con amargura al tiempo que la niña la llam aba «tía Jucia». —Pasa, chiquillo. Pasa —dijo la confesora de impíos desde un fondo oscuro, pero no m e dio miedo, tan dulce fue su tono de voz .
Cuando volví a casa de mis tíos e informé de que Jucia Mirtales no iba a acudir, la noticia causó mucho más asombro e indignación que la inesperada demanda del primo. El desconcierto era tanto que nadie atinaba a preguntar las razones que la confesora pudiera haber dado para no venir, y todo eran reproches e insultos, sobre todo por parte de la tía Dolores, a quien supongo que era el alivio lo que en realidad la empujaba a echar pestes por su boca contra «esa bruja indeseable» que, encima, se permitía el lujo de decir que no a la llamada de un santo varón como su hijo. Fue Liborio quien se mostró más sensato y conciliador, interrogándome acerca de mi entrevista con Jucia. Yo expliqué que la confesora de impíos no me había dicho por qué no quería venir, pero que tenía un mensaje que darle a Lorenzo de su parte. Se hizo un gran silencio. La prima segunda, Trini, me miraba reprochándome el haber hecho la rabona y el primo segundo Francisquito, a su lado, sonreía con una cara muy rara. Toda la familia, conocida y desconocida, tenía las copas de licor y los roscos de aceite en suspenso, pendiente de mis palabras. Pero no les dije nada más. Me dirigí al dormitorio, donde se moría el primo, arrastrando a todos tras de mí. Me situé a la cabecera de la cama y toqué a Lorenzo para que abriera los ojos, si es que no había muerto ya. —¿Y Jucia? —preguntó. —No va a venir; pero m e ha dicho que te diga que la respuesta es « no». Una fresca, radiante sonrisa se dibujó en el lienzo ajado que era el rostro del primo Lorenzo, el seminarista. Volvió a cerrar los ojos, pero la sonrisa perduró hasta su muerte, pocas horas después. Una sonrisa a la que no hacía falta preguntarle nada, con la que Lorenzo decía claramente que ya se podía morir en paz.
Base novena XVL Certamen Internacional de Cuentos Lena: El trabajo galardonado pasará a ser propiedad del Ilmo. Ayuntamiento de Lena / L.lena, que se reserva el derecho a editarlo.
martes, 24 de mayo de 2022
Currículum Olga Bertinat de Portillo
Aunque nació en Uruguay, reside en Paraguay
desde 1971.
Es Ingeniera
Agrónoma por la Universidad Nacional de Asunción (1984) y Magíster en Nutrición
de Plantas y Producción Agrícola por la Facultad de Ingeniería
Agronómica de la Universidad Nacional del Este (2018).
Es Licenciada
en Letras por la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional del
Este (2008).
Desde 2006 co-edita junto a Damián
Cabrera la revista/espacio de expresión
cultural El Tereré.
Por dos años consecutivos obtuvo Mención de
Honor en el Concurso de cuentos breves “Dr. Jorge Ritter” (Asunción, Paraguay),
ediciones XII (2009) y XIII (2010) con los relatos titulados: “El mensajero” y “El
Teodorito”.
En el año 2012 participa en el Taller
Literario Bilingüe Jaheka Ñe’ẽ Porã dictado por la escritora Susy
Delgado en la Universidad Nacional del Este; ese mismo año participa de un
taller literario impartido por el escritor Damián Cabrera.
En el 2012 recibe el 2do. Premio en el
18° Concurso de Cuentos del Club Centenario (Asunción, Paraguay) con su obra “El peso de una maldición” y participa como invitada
especial de la Antología 2012 con su cuento “Desde la vereda” organizado por la Subsecretaria
de Cultura de la Provincia de Misiones (Argentina).
En el año 2014 recibe una Mención Especial en
la 8ª edición del Premio Elena Ammatuna de cuento corto (Asunción,
Paraguay) con el título “Memorias del Obraje”.
En el año 2016 recibe la Tercera Mención en
la 10ª edición del Premio Elena Ammatuna de cuento corto con la obra “La criadita”.
En 2017 su cuento “Gemelos” fue preseleccionado para el Premio Itaú de Cuento Digital 2017 entre los escritores paraguayos.
Pertenece a E.P.A. (Escritoras Paraguayas Asociadas) y su cuento “El hombre” forma parte de la antología de cuentos “Ellas hablan. Cuentos sin mordaza” que reúne los textos de 19 autoras con el propósito de impulsar el trabajo de las mujeres escritoras del país (2017).
En la Antología de E.P.A. "Mujeres en su
propia compañía" participó con el
cuento “Gemelos” (2019).
Participó en "Antología Pintada" fusión de pintura y
literatura, con la poesía "Naturaleza en primavera" (2020).
Participó en la Antología Poética “Día del
Poeta Paraguayo” con la poesía “Los espejos” (coordinada por la escritora Mabel Coronel
Cuenca) (2020).
Participó en la Antología “Diciembre 2020.
Navidad” con el cuento “Rutina de
diciembre” compilada por la escritora Princesa Aquino Augsten (2020).
Participó en la Antología “Madre” con la
poesía “Ana María de Malvín”
(compilada por la escritora Princesa Aquino Augsten (2021).
Participó en la Antología “Todos somos libros.
Antología de cuentos paraguayos” con el cuento “Amanda” (coordinada por la escritora Milia Gayoso – Manzur) (2021).
Participó en la Antología de E.P.A.
"Memorias y Escritos de primavera" con el cuento “Vida en
la memoria” (2021).
Participó en la Antología de E.P.A.
"Memorias y Escritos de verano" con el cuento “La jaula de
las mariposas” (2022).
Participó en "Navidades en Clorinda
y otras" una compilación de Aquino Augsten con el cuento "El
pesebre" (2022).
Actualmente ejerce la Docencia y la Tutoría
de Tesis en la Universidad San Carlos, Filial Ciudad del Este.
Mantiene desde 2011 el blog “La
BoticA del REcreO” http://olgalaurabertinat.blogspot.com/
Algunas de sus obras pueden leerse en: http://www.portalguarani.com/2533_olga_bertinat_de_portillo.html
sábado, 7 de mayo de 2022
Colección de Cuentos Cortos por Olga Bertinat
En el link de Amazon que aparece abajo podrás encontrar esta colección de 8 cuentos que podrán atraparte.
https://www.amazon.com/-/es/Olga-Bertinat-ebook/dp/B09QZ9S7L1/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&crid=2C6TA3CJU84YG&keywords=cuentos+cortos+latinoamericanos&qid=1651975900&sprefix=cuentos+cortos+latinoamericanos%2Caps%2C468&sr=8-1
miércoles, 9 de febrero de 2022
Esperanza
Foto: Olga Bertinat |
El valor de la palabra, la honradez y la mentira
Foto: Olga Bertinat |
jueves, 27 de enero de 2022
Apis mellifera: Un insecto fuera de serie
lunes, 24 de enero de 2022
Apicultura: Las abejas en la mira
Curso de Apicultura, Nueva Alborada, Itapúa |
La Ley 665/77 de Apicultura en su artículo primero expresa: “Declárese a la apicultura como una actividad de importancia económica y social, debiendo protegerse a la abeja doméstica como insecto útil y a la flora apícola como riqueza nacional”.
En este sentido la ley es clara y determina una
orden de protección de las abejas como insecto benéfico.
Este insecto pequeño y pocas veces valorado en
su total dimensión es el ejecutor de una de las labores más importantes desde
el punto de vista agrícola: la polinización.
Esta actividad llevada a cabo por las abejas y
en menor escala por otros insectos y animales es vital para la fructificación
de las plantas.
En una flor encontramos los granos de
polen que son las células reproductoras
masculinas. Este polen debe fusionarse con las células reproductoras femeninas
(óvulos) a través del proceso de la fecundación. Luego de ese proceso el ovario
maduro de la flor se convierte en fruto y los óvulos fecundados en semillas.
Sin la presencia de las abejas, el polen que es
trasladado por las patas y el cuerpo de estos insectos, muchas veces no
llegaría a fecundar los óvulos y no tendríamos frutos ni semillas.
La palabra polinización proviene de polen. Es
importante saber que hay polinizadores como mariposas, abejorros, murciélagos y
picaflores que también realizan este proceso fundamental en las plantas y que
nos asegura la biodiversidad.
En países donde las abejas fueron exterminadas,
la polinización debe realizarse en forma manual y el porcentaje de fecundación
obtenido decae notablemente. Además para poder polinizar grandes extensiones se
necesita suficiente personal humano (en China realizan esta polinización manual
en frutales y es muy chocante ver a hombres y mujeres trepados en los árboles).
En países como el nuestro en que las leyes no se cumplen a cabalidad, las abejas están
siendo exterminadas por el mal uso de los plaguicidas, por la aplicación en horarios
inadecuados y por los ingredientes activos utilizados que son sumamente nocivos
para ellas.
Existen plaguicidas como los neonicotinoides que están prohibidos en la Unión Europea (UE);
sin embargo en nuestro país se siguen utilizando. Los organismos estatales
controladores, deberían enfocarse en las abejas como insectos benéficos y
propiciar su protección. Bien sabemos de la importancia de los cultivos
extensivos en nuestro país, pero debemos aprender a trabajar de forma conjunta
ambas actividades agrícolas (apicultura-agricultura) pues una depende de la
otra para que la biodiversidad del planeta no se pierda.
Lo mismo ocurre con la flora apícola que de
acuerdo a la ley 665/77, estas especies son consideradas “riqueza nacional” como se establece en el
artículo primero. Es importante que las abejas tengan alimento y es de estas
especies de donde ellas extraen el néctar y el polen que transportan luego a su colmena (como
alimento, no sin antes realizar la labor de polinización).
Estas especies de la flora deberían implantarse
en avenidas, plazas, parques, paseos centrales, es decir, que se debe propiciar
a las abejas el alimento necesario para
su conservación.
Con la deforestación alcanzando porcentajes
alarmantes, pérdida de hábitats de especies y falta de protección a las abejas,
corremos el riesgo de perder en poco tiempo la biodiversidad que representa
nuestro legado a las generaciones
futuras. A este paso de destrucción en cincuenta años las distintas especies
tanto animales como vegetales se habrán reducido en un 40% .
La ambición desmedida, la corrupción y la falta de políticas conservacionistas son
ingredientes de un cóctel mortal para el futuro de nuestra flora y fauna;
quedando nuestros débiles recursos naturales dando manotadas de ahogado en un escenario para nada alentador.
Olga
Bertinat de Portillo